Siempre victoriosa

-de Sandra Araujo-

Las tardes domingueras siempre fueron un signo de pregunta, sobre todo cuando el sol viene cayendo, en el comedor las sombras se agigantan y es necesario encender la luz. En esos tres o cuatro pasos hacia al interruptor, el tiempo se ovilla hasta llegar a los domingos en Sadi Carnot, mi calle de infancia.

El fin de semana era para ir al cine, al parque, a la casa de mi tía. Mi mamá había establecido que ese era el tiempo exclusivo para nosotros, aunque todos los días teníamos su atención. Comenzábamos el domingo desayunando con pancitos caseros que mis viejos horneaban temprano. El almuerzo era un rico asado que preparaba mi Papá. ¡Era el mejor asador!, o eso creí siempre; nadie más se animaba a tocar el parrillero. Mis hermanos nunca aprendieron a asar, hasta que encararon su propia parrilla.

Los agasajos continuaban, en la mesa dominical había gaseosa para compartir, hecho que mi madre consideraba un premio merecido. A veces hacía flan casero o budín de pan para el postre y a la siesta organizaba alguna salida.

Todo era un festín, pequeños detalles que hacían la diferencia. Ella nos revelaba que con muy poquito se podía hacer mucho.

Mi mamá fue la primera recicladora que conocí, transformaba los pantalones que mis hermanos debajan de usar en jumpers o Jardineros de jean llenos de onda y color. Convertía viejos sacos en tapaditos que me abrigarían largas temporadas de mi niñez. Descosía cada parte, cada pieza de la prenda antigua, la lavaba a mano, luego la planchaba con tanta dedicación que hasta el tejido viejo se volvía reluciente y nuevo. Reciclaba hasta los botones: los forraba con las telas de las prendas o aplicaba algunas flores bordadas o agregaba alguna parte tejida, también por ella. A veces me indignaba con mi madre, un día le dije: —¿cuándo voy a tener algo nuevo?, pero ¡nuevo de verdad!

Eran épocas difíciles, éramos tres hijos estudiando en un hogar de trabajadores que tenían sueños y metas de superación. Entonces el mensaje de mi madre era que había que “optimizar la utilización de todos los recursos materiales”, como dicen los slogans de hoy. Su dicho era: ¡nada se tira, todo se puede volver a usar!

Ella era un espíritu positivo, incansable buscadora de nuevas oportunidades, constructora de proyectos, le daba pelea a la vida, la sacudía, la desafiaba.

Pero los domingos, al atardecer, se convertía en una sombra, en una flor que cerraba sus pétalos al caer el día. Alrededor de las siete, comenzaba el ritual… Instalada en el comedor prendía la radio, abría la tabla de planchar, en una silla la pila de ropa y enchufaba el aparato del tormento: la plancha. Y allí se pasaba dos horas completas, organizando, planchando el ropero familiar.  Yo me sentaba a la mesa, terminaba mis tareas de último momento, mientras ella se volvía silenciosa, a veces tarareaba alguna canción que pasaban en la radio.  En el aire sonaban clásicos de “Canciones son amores”, así se llamaba el programa radial, mientras la conductora, Nora Perlé, anunciaba sobre la cortina musical: “Simplemente no quiero estar solo”.

A veces me sorprendía cómo mamá se transportaba a otro mundo, ensimismada en su labor. Sospechaba que estaría armando proyectos, o pensando qué reciclaría: la carne del mediodía o alguna campera antigua. A veces la percibía triste, entonces era más grande su empeño por enderezar la línea de los pantalones de mi padre. El rociador quedaba sin apresto cada domingo para volver a llenarse la semana siguiente. La última prenda era mi guardapolvo blanco, dejaba las tres tablas delanteras milimétricamente planchadas. ¡Impecable! Una vez que terminaba lo colgaba en una percha, como trofeo de su operación triunfal.

En los primeros días de marzo, la plancha en verdad era un aparato del infierno. Mi Mamá brillaba, sacaba el sudor de su cara colorada mientras desaguaba sus manos en el delantal. Ponía tesón para terminar, y cuando lo lograba salía con la reposera al patio. El combate era exigido, pero ella ¡siempre victoriosa! Aquellos días se convirtieron en años, hasta que me mudé a la Patagonia y formé mi propio hogar.  Nora Perlé no suena en mi comedor, ni la plancha quiere batallar conmigo, jubilada desde el primer día. Camino en la travesía del reciclado, allí encontré un cielo abierto sin límites.  

Eso sí, siempre pienso en las pinceladas de amor, dosis señaladas en sus faenas… Acaricio el arte de los detalles donde te encuentro y te abrazo.     

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4 comentarios sobre “Siempre victoriosa

  1. Preciosa estampa de familia que ahora es desconocida pero era habitual en nuestra infancia. Condenada al olvido por el asesino serial del descarte, revive toda vez que un memorioso reanima la hoguera del valor de las cosas y del trabajo

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  2. Hermosa descripción de un día domingo. Más allá de la melancolía que despierta en la tarde, este tiene un final feliz para esa madre tan hacendosa. La reposera en el patio después de planchar la última tabla de ese guardapolvo que me imagino inmaculado.

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